Anécdotas de un cocinero fuera de la cocina. Cuentos para despedir a un amigo
Rubén siempre era el rezagado. Siempre quedaba atrapado entre las
viejitas. Llegaba tarde a la tarima o a los fogones. Y siempre guardaba tiempo
para atender a las fans que le esperaban a la orilla del estrado o del
auditorio. De allí que en cuestión de apuros o diligencias le dejábamos
encargado de las señoras de la cuarta y quinta edad.
Desde que comenzamos en serio esta travesía por la gastronomía margariteña, supe que Rubén era el aliado ideal para este itinerario extremo. “Yo soy el romatiñoso”, decía cuando soñaba con una isla llena de turistas llenando los restaurantes, gente en los mercados buscando nuestros productos, visitantes preguntando por los puertos pesqueros y otros tantos indagando por los mejores platos y las mejores playas, en la misma ecuación. Rubén se dedicó durante mucho tiempo a averiguar cómo es que la gente venía de tan lejos a buscar los sabores de la langosta de Dorina, los guisos de Cachicato o los platos de Chica Guerra. Cómo es que la gente sabía de las perfecciones de los platos de Rómulo y Juana Castillo o los hervidos de Sanga Marín en Juan Griego. Se dedicó a conocerlos y registrarlos, con el fin de publicarlos en un libro y darlos a conocer a todo el que se acercara a sus libros o, a su restaurante. Porque, es que la Casa de Rubén (en la cuatro de mayo, en el Margarita Princess o en La Proa, o en el reducto final de la av. Santiago Mariño) siempre ha sido una embajada en la que todo el que pisa la isla se acerca a saludarlo, abrazarlo y probar su pastel de chucho y su ensalada de catalana. Conozco de artistas, escritores y diletantes de su cocina, que antes de llegar al hotel o a los compromisos asumidos, se decantan por dejarse arropar por los aromas y sabores de la cocina de Rubén.