Dice Milan Kundera que existe una tremenda confusión entre los seguidores del socialismo en el mundo y quienes lo atacan. “A los que creen que los regímenes comunistas (…) son exclusivamente producto de seres criminales, se les escapa una cuestión esencial: los que crearon estos regímenes fueron los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al paraíso”.
Y es que este proceso de la nueva izquierda o nuevo socialismo, lleno de muchos matices que pinta la geografía política de nuestro continente también quieren convertirlo en un nuevo y esperanzador camino hacia el paraíso. Incluso muchos se empeñan en encontrar en esta vía la única posible, la ultima posibilidad, la reivindicación de los oprimidos, la igualitarización a tabla raza. Y esto tiene mucho de posible en quienes, frustrados en las décadas pasadas, creen haber perdido la posibilidad de ver un mundo mas justo, un planeta embellecido por la igualdad de oportunidades para todos los seres humanos y una justa distribución de la riqueza, un igualitario acceso a la educación, las ciencias, las tecnologías y al conocimiento. Un mundo que en definitiva nos ofrezca un futuro mas parecido a lo que todos queremos.
Pero olvidan mis queridos amigos que ni este es el fin del mundo ni estos personajes los auténticos interpretes de un mundo justo y posible. No porque lleguemos a los duros años de la madurez y pensemos que cualquier descocado atrabiliario y populista militarista levante las banderas caídas hace tiempo, ese será entonces la ultima salida posible para acercarnos al mundo que hemos soñado.
Una revolución que se construye sobre la mentira –como instrumento de lucha-, las complicidades, los negociados. Una revolución que se guarda para la guerra. Se basa en el odio y el resentimiento. Un proceso que no respeta la dialéctica ni el disenso. Destruye la tolerancia y aniquila al adversario: silenciándolo, censurándolo, apresándolo. Un proceso sin fuerza intelectual sino las antiguallas que vienen detrás del Muro de Berlín. Un proceso mezquino, irracional y segregacionista, basado en el odio para matar, en vez del amor para construir. Una revolución que mantiene encantada, como no, a una mitad del país; no obstante quiere imponer sus criterios a martillazo y bozal a la otra mitad. Una revolución que esto sea, no puede involucrarme. Un proceso que mitigue la sed de venganza de los que poco han tenido, tampoco me nombra. Una revolución que tuerce los caminos de la pobreza para maquillarla y adocenarla es imposible que me incluya. Una revolución de factura autoritaria y militarista puede ser cualquier cosa menos una salida. Aquellos que siguen la Gran Marcha pueden estar en paz con sus sueños. Yo prefiero estar en paz con mi conciencia.
Y es que este proceso de la nueva izquierda o nuevo socialismo, lleno de muchos matices que pinta la geografía política de nuestro continente también quieren convertirlo en un nuevo y esperanzador camino hacia el paraíso. Incluso muchos se empeñan en encontrar en esta vía la única posible, la ultima posibilidad, la reivindicación de los oprimidos, la igualitarización a tabla raza. Y esto tiene mucho de posible en quienes, frustrados en las décadas pasadas, creen haber perdido la posibilidad de ver un mundo mas justo, un planeta embellecido por la igualdad de oportunidades para todos los seres humanos y una justa distribución de la riqueza, un igualitario acceso a la educación, las ciencias, las tecnologías y al conocimiento. Un mundo que en definitiva nos ofrezca un futuro mas parecido a lo que todos queremos.
Pero olvidan mis queridos amigos que ni este es el fin del mundo ni estos personajes los auténticos interpretes de un mundo justo y posible. No porque lleguemos a los duros años de la madurez y pensemos que cualquier descocado atrabiliario y populista militarista levante las banderas caídas hace tiempo, ese será entonces la ultima salida posible para acercarnos al mundo que hemos soñado.
Una revolución que se construye sobre la mentira –como instrumento de lucha-, las complicidades, los negociados. Una revolución que se guarda para la guerra. Se basa en el odio y el resentimiento. Un proceso que no respeta la dialéctica ni el disenso. Destruye la tolerancia y aniquila al adversario: silenciándolo, censurándolo, apresándolo. Un proceso sin fuerza intelectual sino las antiguallas que vienen detrás del Muro de Berlín. Un proceso mezquino, irracional y segregacionista, basado en el odio para matar, en vez del amor para construir. Una revolución que mantiene encantada, como no, a una mitad del país; no obstante quiere imponer sus criterios a martillazo y bozal a la otra mitad. Una revolución que esto sea, no puede involucrarme. Un proceso que mitigue la sed de venganza de los que poco han tenido, tampoco me nombra. Una revolución que tuerce los caminos de la pobreza para maquillarla y adocenarla es imposible que me incluya. Una revolución de factura autoritaria y militarista puede ser cualquier cosa menos una salida. Aquellos que siguen la Gran Marcha pueden estar en paz con sus sueños. Yo prefiero estar en paz con mi conciencia.
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