Desde hace unas
semanas hemos venido disfrutando la llegada a nuestros buzones de chats y de
correos electrónicos especímenes de libros en sus ediciones digitales para
poder leer en nuestros dispositivos, laptops y cualquier equipo portátil. La
idea no era descabellada, toda vez que la cuarentena mundial, asumida por todos
los gobiernos del orbe, impusieron restricciones y distanciamiento social para
tratar de contrarrestar la propagación del COVID-19.
Con el cierre de
centros comerciales y librerías, se activó una iniciativa de algunas
editoriales y los mismos autores a compartir algunos de sus libros en ediciones
especiales que dieran un aporte a la humanidad que permanecía forzosamente encerrada
en sus casas. Estas ediciones que se compartieron, en mayor o menor grado,
dependiendo del lector, podían carecer de la belleza y contundencia de las
ediciones de papel. A algunas se les suprimieron las imágenes e ilustraciones.
En el caso de los recetarios, las recetas, si bien estaban completas, les
fueron eliminadas las imágenes de los platos y productos usados en su
confección. Con ello se buscaba, en algunos casos, mantener el atractivo del
libro impreso por encima del libro electrónico, pero sobretodo se hacía un
esfuerzo por preservar los derechos asociados a la obra original.
Algunos autores se
desprendieron de libros en ediciones particulares, limitadas o privadas, para
compartirlas con sus seguidores o lectores. En otros casos, se compartieron
libros especiales de ediciones costosas que incluso son muy difíciles de
adquirir por el público medio o el latinoamericano. Todo ello en el ejercicio
de la libertad que posee cada autor o casa editorial sobre la obra difundida.
De allí a que se desataran
los demonios solo pasaron horas. Todo el mundo quería ser el portador de la
edición del libro más buscado y así ganar seguidores o indulgencias.
Proliferaron libros electrónicos arrancados de bibliotecas de investigadores,
de escuelas de cocina y hasta de páginas de piratas editoriales, que quisieron
soltar las bisagras de la puerta que contenía un monstruo, derribando
definitivamente la industria editorial venezolana que yacía en escombros, pero
conservaba un fondo importante. Y, si hablamos de autores, tenemos el ejemplo
de la investigadora Trina Arocha, quien vive precisamente de la
comercialización de su trabajo editorial, que se fundamentan en un intenso
trabajo de investigación y sistematización de más de 30 años. O el caso del
maestro Rubén Santiago o María Fernanda Di Giacobbe (estos tres, por cierto, de
una misma editorial venezolana).
El libro per se está asociado a la cultura y como
tal, al conocimiento. Por ello, a lo largo de su historia su valor está en el
imaginario del bien colectivo y su historia cultural, espacio donde con frecuencia,
se piensa que es gratuito, que debe pertenecer a todos sin esfuerzo alguno.
Para quien haya asistido a la presentación de un libro, será fácil recordar cómo
los invitados aspiran salir del acto con el libro en mano sin pagar por ello.
Tal vez, otros hayan
escuchado, la demanda del amigo quien le reclama al autor le regale un ejemplar
en reconocimiento a la amistad. Pocas veces entendemos lo que significa el trabajo
del autor, que dedicó horas en la investigación y escritura, el fotógrafo o el ilustrador
que creó las imágenes, al diseñador o la casa editora acompañado de las
imprentas y la misma tecnología para llevar el libro a los canales digitales. Un
gran equipo de gente especializada en hacer libros. Menos aún a la compra del
título, porque se reconoce el valor del bien que se coloca en sus manos.
El mundo digital nos
permite grandes aventuras, pero como cualquier acción humana, nos demanda el
ejercicio de los más altos valores para realizar los aportes significativos al
bien común. Ello supone, una actuación ética. El respeto por los otros. La
difusión de contenidos no autorizados constituye un acto de piratería en el
cual somos partícipes. La amplitud del territorio digital nos impone grandes retos,
uno de ellos: respetar límites que aún en su inmensidad están contenidos, como
el respeto al otro.
Es un evento
realmente desolador, que esta crisis haya permitido también que acabemos con el
trabajo de tanta gente que ha dedicado su vida a estudiar, investigar,
comprobar y analizar para llegar a conclusiones y publicarlas como una forma de
compartir conocimiento, de la misma forma que conseguimos alimentos y los
compramos para la familia en los abarrotados automercados en medio de la
pandemia.
A todos nos ha
encantado, amantes de los libros y del aprendizaje que viene contenido en
ellos, lograr obtener libros incunables o incomprables para armar una
biblioteca digital de consulta y lectura en medio del distanciamiento físico
impuesto, en el que las librerías fueron cerradas junto con los negocios y
servicios para el ciudadano.
Preocupados por esta
mala práctica, que puede demostrar lo terrible que podemos ser, impulsados por
un deseo sin contención moral de visibilidad en las redes sociales; creemos
oportuno un momento de reflexión: ¿somos éticos con nuestro hacer cuando
manipulamos y ponemos a rodar el libro del maestro Santiago, de María Fernanda,
Trina o cualquier otro autor? ¿Reconocemos en este acto su trabajo y las contribuciones
que han hecho? ¿Los perjudicamos?
Pareciera que solo andamos tras un objetivo que violenta el trabajo de
otros, sin que nos importe destruir la carrera de un profesional, mientras diluimos
su obra en un mercado canibalizado y banalizado, justificado por una pandemia. Lo
cierto es que, al manipular, escanear, fotografiar y difundir obras literarias
sobre las cuales no tenemos los derechos de autor o de edición, nos apropiamos
de forma indebida del trabajo de mucha gente.
Respetemos y defendamos
el talento y los derechos de autor; hombres, mujeres y organizaciones que
generan conocimiento; símbolos culturales que nos sostendrán en la vida diversa
del planeta, pero sobretodo nos permitirán reconstruir el país y su memoria.
FERNANDO ESCORCIA
ROSALEXIA GUERRA
JULIO BOLIVAR
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